La semana transcurría, y eso quería decir que ya había comenzado el entrenamiento de Giovanni.
Siendo sincera, su torpeza y su resiliencia estaban al mismo nivel.
Es tan testarudo que, no importa cuántas veces le repita o intente ense?arle algo, parecía que como requisito tenía que fallar seis veces antes de darme la razón.
Pero no me quejo; en el fondo, esperaba algo mucho peor.
Después de un largo día de clases y de entrenamiento, a eso de las siete de la tarde me tocaban sus capacitaciones individuales.
Todo iba normal, o eso se podría decir.
Noté algo curioso en su mirada, como si quisiera preguntarme algo, y así estuvo durante casi una hora, hasta que por fin se animó a hacerlo.
—Franca —dijo, dudoso.
Aunque era su superior, permitía que se dirigiera a mí de esa forma simplemente para generar un vínculo de confianza y respeto.
—?Qué pasa? —pregunté. Algo en mí decía que su duda no tendría una solución sencilla.
—?Realmente vamos a cruzar la frontera?
En ese momento entendí perfectamente la mezcla de curiosidad y terror en sus ojos.
Hace unos días se había corrido el rumor de que se mandaría a una misión de cruce de frontera, y eso no significaba un conflicto aislado: era una decisión suicida.
“La frontera” llamábamos a los límites casi naturales que nos separaban de la Unión por la Igualdad, el otro lado… donde no había oportunidad de ser capturado sin ser torturado lenta y fríamente.
Y a la hora de llevar a cabo esos actos inhumanos, no discriminaban edad ni sexo; de hecho, si eras mujer, o si tu sexualidad no encajaba en su moral impuesta, las cosas podían ser aún peores.
Ellos estaban dispuestos a dejarlo todo por su causa, mientras aterraban a su propio pueblo, robado y reprimido, e infundían pánico en el nuestro.
Los grandes políticos de su lado se llenaban la boca hablando de derechos humanos, de igualdad ante todo, asegurando que nosotros éramos los dictadores que poco sabíamos de libertad.
Pero sus territorios se dividían entre el pueblo hundido en la miseria y unas pocas islas de capital desmedido.
No había manera de ascender en esa sociedad.
Todos comían, vestían y cobraban lo mismo.
No había salida.
Y si alguno la veía, condenaba también a los que amaba.
Yo lo había visto con mis propios ojos.
Sabía de lo que eran capaces.
Y por eso, aunque me pesara una y mil veces, entendía que no había otra forma.
La verdad era que también había escuchado los rumores, pero no tenía idea de qué era cierto y qué no.
—No sé nada de eso —le respondí, manteniendo la voz firme—. Tampoco, si supiera, te lo podría decir. Pero no es algo que nos preocupe ahora. A vos nadie te va a mandar a ningún lado.
—Está bien… —dijo Giovanni, aunque su tono y su expresión demostraban que no le había alcanzado.
—Hoy terminamos el entrenamiento acá, Rex —lo miré con una media sonrisa—. Anda a descansar, que ma?ana va a ser más duro.
—?Rex? Sabía que eras mayor, pero no tanto como para olvidarte de mi nombre…
Le había puesto ese apodo porque su sentido del humor y su manera de ser me recordaban demasiado a un personaje de Invincible, una serie animada para adultos basada en un cómic que había leído hace a?os.
Además, el apodo servía para distraerlo de su preocupación por el operativo.
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—No soy tan mayor —crucé los brazos, divertida—. Simplemente me hacés acordar a ese dibujo, y decidí ponerte ese nombre.
Además —agregué—, acá todos tienen un apodo, ?no? ?O acaso conocés al capitán Azrak por su nombre real?
Rex te queda bien.
Sabía que iba a funcionar.
Su admiración y su ego eran mucho más grandes que su duda.
Apenas terminé de decirlo, sonrió de nuevo, y su rostro volvió a llenarse de esa ilusión contagiosa.
Agarró sus cosas y se fue corriendo por el campo casi interminable.
Estaba segura de que se lo iba a contar a todos los cadetes, pero por el momento me había servido.
Suspiré y decidí irme a duchar.
Después, tal vez, pasaría por la peque?a capilla dentro del predio.
Así fue.
Apenas llegué, me encontré con la tenue iluminación de las velas y las cálidas luces que parecían envolverlo todo.
Los bancos de madera brillaban bajo esa luz, y el altar irradiaba una calma que me resultaba extra?amente familiar.
Hacía mucho tiempo que no estaba acá.
Me arrodillé y comencé a rezar.
Después, más que rezar, pregunté en voz baja:
—?Es lo correcto? ?Qué es lo correcto en estas circunstancias?
Parecía que me lo preguntaba a mí misma más que a Dios.
Tal vez porque necesitaba una respuesta más humana que divina.
Me quedé en silencio.
La imagen de mi madre vino de golpe a mi mente.
Me la imaginé riéndose de mí o diciéndome, como solía hacer, que siempre iba a terminar en este lugar pidiéndole una salida.
El nudo en mi garganta se apretó.
Mis padres ya no estaban en este mundo, y de mis hermanos no sabía nada.
Los había dado por muertos, aunque en el fondo de mi pecho seguía guardando una peque?a esperanza.
Fue entonces cuando escuché la puerta de madera abrirse detrás mío.
—Franca —era Donal. Imposible no reconocer su voz firme—. Necesito que nos reunamos.
Me levanté sin decir nada.
Asentí con la cabeza y, antes de irme, hice la se?al de la cruz.
—?Qué pasa, Donal? —intenté aliviar el ambiente con una sonrisa—. Supongo que lo que se dice es cierto, ?eh?
Pero mi intento no funcionó.
Y eso me dio la confirmación de que se venía algo serio.
Lo seguí por los pasillos hasta llegar a la oficina.
Para sorpresa de nadie, allí estaban Kika, Claire, Damian, Owen, Anya y Azrak.
Los observé uno por uno.
Me di cuenta de que en todos estos días no había cruzado con Azrak ni una sola vez en el mismo espacio.
Y no era casualidad.
Había estado evitándolo desde que me dejó completamente humillada en público.
No hablo de la noche del bar, sino de unos días después, durante un incidente en el que quise ayudar, pero, en vez de recibir un “gracias”, Azrak me cortó en seco delante de todos:
“Dejá de seguirme. No me mires. No pierdas el tiempo, no va a pasar nunca.”
No sé si lo dijo por el momento o si simplemente aprovechó para ser brutalmente sincero.
De cualquier forma, decidí enterrar ese recuerdo por un tiempo.
Ahora no era momento.
Donal no tardó en romper el silencio.
—Les voy a decir directamente de qué se trata —empezó, mirándonos a todos uno por uno, hasta que su mirada se detuvo en Azrak—. Tenemos información confiable de que en una de las islas del otro lado se va a llevar a cabo una fiesta privada.
Una fiesta.
En otro contexto, podría sonar inofensivo, casi trivial.
Pero acá, en este mundo, una fiesta en la Unión por la Igualdad significaba otra cosa: una oportunidad.
O una trampa.
—Es una celebración exclusiva, para unos pocos —siguió Donal—. La ventaja es que va a ser de máscaras. Nadie espera ver rostros descubiertos. La desventaja es que no hay forma de entrar armados. Nada. Como mucho, dispositivos de comunicación: auriculares peque?os para recibir y transmitir información.
Nos vamos a infiltrar. Y lo vamos a hacer rápido.
El aire pareció volverse más pesado.
Donal hizo una pausa antes de continuar.
—Vamos a dividirnos. Cuatro van a entrar: Azrak y Franca como una pareja, y Anya y Damian como otra. —Hizo una peque?a pausa, evaluando nuestras reacciones—. El resto estará apostado para asegurar la retirada. Si en algún momento uno de los equipos no logra salir, no se inicia una operación de rescate. Se retiran y se reporta.
Esa última frase fue como una piedra arrojada al medio del agua: seca, brutal, sin espacio para sentimentalismos.
—?El objetivo? —preguntó Owen, su voz más seria de lo habitual.
—Obtención de información —respondió Donal enseguida—. Se habla de documentos y de intercambios que podrían cambiar el rumbo de varias operaciones. No sabemos exactamente qué será, ni cuándo sucederá durante la noche, pero tienen que estar atentos. No pueden atacar, no pueden arriesgarse a revelar su identidad. Si son descubiertos o si la situación se sale de control, abortan y salen de inmediato.
Mi corazón latía un poco más fuerte, pero mi rostro no lo mostró.
Miré de reojo a Azrak.
él ni se había movido.
Ni un músculo.
Donal siguió:
—La preparación empieza ahora. Tienen una semana —anunció, dejando caer las palabras como piedras—. Van a tener que aprender las costumbres, el comportamiento, hasta los bailes que se ven en estas fiestas. No pueden llamar la atención. No puede haber errores.
Una semana.
Para entrenar algo que no tenía nada que ver con combate, con estrategias, con fuerza física.
Sino con saber moverse como ellos.
—Recibirán clases específicas —continuó Donal—. Simulaciones. Les vamos a ense?ar hasta el modo de brindar, de caminar, de sonreír, si hace falta. Quiero que para cuando lleguen a esa isla, no haya forma de distinguirlos de cualquier invitado más.
El peso de la misión terminó de asentarse sobre nosotros.
Era mucho más que ir, mirar, y salir.
Era infiltrarse en su mundo, ser parte de él, aunque fuera solo por una noche.
—?Preguntas? —cerró Donal, cruzándose de brazos.
Todos nos miramos unos segundos.
Nadie dijo nada.