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Capítulo I: Renacer del Deshielo

  El viento aullaba como una bestia hambrienta, filtrándose entre las ruinas de lo que alguna vez fue una ciudad vibrante. Los edificios, ahora meros espectros de concreto y acero, se alzaban como vestigios de una era olvidada, cubiertos por gruesas capas de escarcha y nieve. Cada cristal roto, cada muro derrumbado, era testimonio del avance implacable de la tormenta que había sumido al mundo en un invierno eterno. Ya no eran los humanos quienes dominaban esta nueva era, sino criaturas de hielo, tan aterradoras como la misma muerte. Seres adaptados a la hostilidad del frío, los verdaderos due?os de este eco helado de lo que alguna vez fue una gloriosa ciudad.

  En medio de aquellas ruinas congeladas, un peque?o grupo de figuras avanzaba con pasos lentos pero decididos. Cada movimiento era una batalla contra el frío que mordía la piel a través de varias capas de ropa endurecida por el hielo. A la cabeza marchaba Luna Starfire, una de los pocos sobrevivientes que aún respiraban en aquel infierno glacial. Su traje térmico, negro con detalles rojos, parpadeaba intermitentemente, indicando que su fuente de energía estaba al borde del colapso. Sabía que le quedaban, con suerte, veinte minutos antes de sucumbir al abrazo mortal del hielo. Y su grupo no estaba en mejor situación: las reservas de energía se habían agotado y solo una frágil esperanza de encontrar un milagro los mantenía en movimiento, avanzando hacia lo que parecía una muerte segura.

  Pero Luna no caminaba sin rumbo. Entre sus manos entumecidas, sostenía con firmeza un peque?o dispositivo: un detector de calor. En su pantalla, un parpadeo débil indicaba que, en algún punto cercano, algo retenía calor. Tal vez una fuente de energía, quizás un generador aún activo. En un mundo donde la esperanza se había congelado hace mucho tiempo, cualquier rastro de calor era un milagro, un destello de posibilidad en la oscuridad.

  Avanzaron por una avenida cubierta de nieve, donde los automóviles abandonados se habían convertido en tumbas de hielo. El silencio era absoluto, interrumpido solo por el crujir de la escarcha bajo sus botas y el lamento distante de la ventisca. Cada paso los acercaba a la fuente de calor, pero también al límite de su resistencia.

  Finalmente, el detector los guió hasta una estructura casi irreconocible: una antigua universidad. La entrada estaba medio sepultada bajo una avalancha de nieve, pero Luna no dudó. Ordenó a su grupo cavar, rasgando el hielo con pura desesperación. Cuando finalmente lograron abrir un camino, se adentraron en la oscuridad de los pasillos. Con la tenue luz de sus linternas, avanzaron con cautela. Uno de ellos divisó un resplandor en la distancia y, temiendo que pudiera ser el nido de una criatura hostil, se acercaron con sigilo. El sendero los condujo hasta lo que alguna vez fue un parque interno de la universidad, un espacio que en sus mejores días debió haber sido un refugio de belleza. Ahora, solo quedaban columnas de hielo y montones de nieve, barridos por vientos tan afilados como cuchillas.

  El detector vibró con más intensidad. Había algo allí. Algo que, en su ingenuidad, creyeron que podría ser su salvación.

  El rostro de Luna pasó de la esperanza al horror. Sus camaradas también lo vieron: en el suelo, en medio de la nieve, yacía un hombre joven, vivo pero al borde de la muerte. Su respiración era débil, cada exhalación un susurro de vida a punto de extinguirse.

  —?Un hombre? ?Eso fue lo que encontramos en este maldito lugar?— La voz de Elian Xanthe, el segundo al mando, era áspera y cargada de frustración. él, un hombre alto de tez oscura y rasgos marcados, reflejaba el sentir del grupo: tras días de exploración sin resultados, sus esperanzas se habían desvanecido.

  —?Qué se supone que hagamos, Luna? —continuó Elian con desesperación—. No podemos cargar con un hombre inconsciente. Apenas tenemos energía para nosotros mismos. ?Qué demonios hacemos?

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  Luna solo podía observar con asombro y temor. No era lo que buscaban, sino una condena más. Pero lo que verdaderamente la perturbaba era cómo se encontraba aquel hombre. Los demás, cegados por la frustración, no lo habían notado, pero ella sí: bajo su cuerpo, en lugar de nieve, había vegetación. Hierbas y peque?as flores florecían bajo él.

  —?Eso es imposible!— pensó. —Aquí no hay vida. No puede haber flores en este infierno helado.

  Un grito desgarrador interrumpió sus pensamientos. Todos giraron la cabeza en su dirección, con los ojos abiertos de par en par. Luna y los demás contemplaron, horrorizados, cómo uno de sus camaradas era brutalmente despedazado. La mitad de su torso inferior yacía sobre la nieve, con las entra?as esparcidas y congelándose rápidamente, mientras la otra mitad colgaba de las fauces de una criatura monstruosa, una aberración entre un perro y un puercoespín. Medía más de tres metros, con patas afiladas como estacas y ojos azul oscuro que destilaban muerte. Un Jotun. Criaturas letales y territoriales que no mostraban piedad con los intrusos.

  Luna lo sabía bien: no tenían oportunidad contra aquella bestia, no en su estado actual, con la moral por los suelos y las reservas de energía casi agotadas. Para sobrevivir, alguien debía hacerle frente mientras los demás huían. Pero ?a dónde? ?Con qué energía del reactor? —Si salir de aquí ya sería un milagro, ?después qué?—. Las dudas la asaltaron por un instante fugaz. No había tiempo para preguntas. Solo quedaba actuar. Con voz firme y clara, ordenó a Elián ya los demás que la cubrieran y que, cuando tuvieran la oportunidad, escaparan llevándose al hombre inconsciente. Aun si morían, debían llegar a la colonia. él era el verdadero hallazgo de su expedición.

  Sin vacilar, desenfundó su espada. Su dise?o recordaba al de una katana, aunque era más gruesa y robusta. Con un giro del mango, la hoja se encendió en llamas. Se lanzó contra el monstruo, cortándolo con precisión. Cada tajo ardiente derretía su carne helada, arrancándole chillidos de agonía. La criatura se retorció, apartando la mirada del grupo para enfocarse en ella. Era justo lo que Luna quería. Mientras tanto, sus compa?eros disparaban balas incendiarias, que apenas lograban atravesar la corazón de espinas de hielo del Jotun.

  Pero la bestia no tardó en reaccionar. Al ver que los demás intentaban huir, arqueó su espalda y disparó una lluvia de enormes espinas de hielo. Varios del grupo cayeron al instante, empalados, la vida escapando de sus cuerpos en un suspiro congelado. Solo unos pocos lograron esquivar el ataque por puro milagro. El Jotun los observaría con sus enormes ojos azules, transmitiendo un mensaje claro: no permitiría que nadie escapara.

  Elián, con el rostro ensombrecido, soltó al joven inconsciente y, con una calma escalofriante, dio la orden:

  —?Ataquén! Lucharemos junto a Luna. Es nuestro deber.

  El grito de guerra resonó en el aire helado cuando los sobrevivientes se lanzaron contra la criatura. Pero Luna sabía que era una batalla perdida. Sus fuerzas flaqueaban y no tenía el poder suficiente para protegerlos a todos. Solo podía defenderse y presenciar la masacre de sus amigos, cómo eran desgarrados y congelados en cuestión de segundos.

  Entonces, algo cambió.

  En medio de la desesperación, los ojos de Luna y los demás se iluminaron con asombro. El hombre misterioso se encontró de pie, frente al Jotun. La bestia se lanzó sobre él con furia, pero antes de que pudiera alcanzarlo, él extendió su mano. Un torrente de fuego brotó de su palma, abrasando al monstruo en un instante. El Jotun aulló de dolor mientras su cuerpo se quemaba como si de una gran hoguera se tratara.

  El grupo quedó paralizado ante la escena. Aquel hombre, envuelto en llamas, se erguía imponente sobre el cadáver del Jotun, la luz del fuego reflejándose en sus rasgos. En un mundo cruel y helado, donde la vida se extinguía con la misma rapidez que un soplo de aire, aquel destello ardiente se convirtió en un símbolo de esperanza y renacimiento. Pero ?sería su salvación... o su perdición?

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