Durante la gala, me encontraba atrapado en conversaciones con desconocidos. No me gustaba ser el centro de atención; hubiera preferido estar con mis amigos y mi hermana, simplemente disfrutando la noche juntos. Pero en algún punto, nos separamos.
Un error fatal.
De repente, los gritos llenaron el lugar. Senadores, políticos, empresarios… uno tras otro, comenzaron a desplomarse en el suelo.
El pánico se extendió como una ola. Miré a mi alrededor, buscando desesperadamente a mis amigos. Naoko, Miguel, Kiomi… todos estaban bien. Pero algo faltaba.
Lyra.
El aire se me hizo pesado cuando la vi. Estaba tambaleándose, sus piernas apenas sosteniéndola. Su cuerpo temblaba, su rostro pálido, sus ojos vidriosos. Mi corazón se detuvo.
Corrí.
Empujé a quien se interpusiera en mi camino. No me importaban los gritos ni el caos a mi alrededor, solo tenía un objetivo: llegar a ella antes de que cayera.
Pero no fui lo suficientemente rápido.
Cuando la alcancé, su cuerpo ya estaba cediendo ante la gravedad. Logré sujetarla antes de que tocara el suelo, pero su mirada ya no respondía, su respiración era débil, su piel fría.
—?LYRA! —grité con todas mis fuerzas, pero mi voz se perdió entre el alboroto.
Las personas corrían de un lado a otro, nadie se detenía. Nadie la veía.
Entonces, Naoko y Miguel llegaron. Miguel tomó el control de inmediato.
—?Detengan a todo el personal! ?Que nadie salga de aquí! —su voz retumbó en el recinto.
Kiomi, que acababa de alcanzarnos, no dudó un segundo y usó sus cadenas para bloquear las salidas.
—Hay un hospital cerca —dijo Naoko con urgencia—. Si corremos, llegaremos a tiempo.
No lo dudé. La llevé en brazos y corrí.
La lluvia golpeaba con fuerza, empapando nuestras ropas, nublando mi visión. Cada paso se sentía eterno, cada segundo era una tortura.
Lyra siempre amó la lluvia. Decía que le gustaba ver la televisión mientras caían las gotas o leer un libro con el sonido de fondo.
Yo siempre la odié.
Y ahora, bajo esa misma lluvia, la sostenía entre mis brazos, luchando contra el miedo de perderla. Cuando llegamos al hospital, irrumpimos en la sala de urgencias. Los médicos apenas vieron a Lyra y actuaron de inmediato. Su situación era crítica.
Se la llevaron y yo me quedé allí, empapado, con el vacío en el pecho creciendo con cada segundo que pasaba.
Tras lo que parecieron horas de espera, finalmente el doctor salió a darnos noticias sobre su estado.
Mi corazón latía con fuerza, pero cuando entramos a la habitación de Lyra, algo se detuvo dentro de mí. Allí estaba, acostada, tan tranquila, tan ajena al caos que había vivido. El silencio de la habitación era tan espeso que me costaba respirar, como si el aire mismo se hubiera quedado atrapado entre las paredes.
El sonido de la lluvia golpeando la ventana se hacía ensordecedor, pero aún más aterrador era el monitoreo constante de sus signos vitales, el pitido suave y regular que, en mi mente, se tornaba cada vez más distante.
El doctor explicó rápidamente. Lyra había sido envenenada.
Me costó asimilar lo que estaba diciendo. Había sido algo que, al parecer, había ingerido. El veneno se había esparcido rápidamente por su cuerpo. Sin embargo, de alguna manera, no la mató. En lugar de eso, la había dejado en un estado de coma. Su respiración era estable, sus signos vitales intactos, pero algo más había sucedido. Estaba atrapada en un limbo entre la vigilia y el sue?o.
Todo pasó demasiado rápido, como un sue?o del que no podía despertar. Mi mente no podía procesar. Me desplomé de rodillas, mi cuerpo parecía desmoronarse junto con la realidad a mi alrededor.
Y entonces, una palabra, una sola palabra, recorrió mi mente.
—?Pudo haberlo ingerido? —pregunté al doctor, mi voz ahogada por el miedo que aún me atenazaba el pecho.
—Sí, parece que ese podría haber sido el caso —respondió, sin a?adir más.
—Bien. —No sabía si me estaba respondiendo a mí mismo o a algún impulso más oscuro que comenzaba a formarse en mi interior.
Me levanté rápidamente, ignorando el dolor que me recorría. No podía quedarme allí. Miguel se quedó en el hospital con Lyra, cuidando de ella y avisando a Alexander sobre lo ocurrido.
Mi único pensamiento era regresar al lugar de la gala.
Al llegar, vi que Kiomi había tomado el control, atando a todo el personal. Su mirada era tan fría como el acero, tan decidida como siempre.
—Revísenles el cuello —dije sin titubear, mi voz cortante, firme.
—?Por qué? —preguntó Naoko, confundida.
—Judas me dijo una vez que a todos los de las EDI les hacen tatuarse el sol negro en la parte de atrás del cuello —dije, casi sin aliento. Mi sospecha se estaba materializando. —Tengo una leve sospecha de que alguien de ellos pudo haber sido.
Aunque aún desconfiaban, lo hicieron.
Y ahí estaba. Uno de los empleados tenía el tatuaje.
—Dime, ?qué fue lo que hiciste? —pregunté, mi voz baja y cortante, la amenaza palpable en el aire.
El mesero me miró con ojos aterrados, pero no dijo nada.
—No hice nada —murmuró, claramente mintiendo.
Me acerqué más, mi paciencia ya agotada. Tomé el arma de uno de los guardias que custodiaban el recinto, el peso del metal en mi mano se convirtió en un recordatorio de lo que estaba dispuesto a hacer.
—Te diré algo —dije con una calma que contrastaba con el peligro latente en mis palabras. —Ahora mismo no tengo paciencia. O me dices lo que quiero saber, o saco yo mismo la información de tu cadáver putrefacto.
Su rostro palideció, pero intentó mantenerse firme.
—Que no hice nad… —comenzó, pero no terminó.
Sin previo aviso, accioné el gatillo. El sonido retumbó en el aire, y el mesero, horrorizado, notó el destello del arma. Su respiración se aceleró, y el miedo se reflejó en su mirada.
—?Bien! ?Bien, te lo diré! —dijo, finalmente cediendo, su voz entrecortada por el miedo. —Me pidieron que le pusiera veneno a las bebidas de varias personas importantes, pero tu hermana no era un objetivo. Se suponía que fueras tú quien bebiera la bebida.
Mi rostro se endureció al escuchar eso.
—?Y quién te lo ordenó? —exigí saber, cada palabra cortando el aire.
—Los de la embajada —respondió, su tono ahora lleno de desesperación. —Me dijeron que matara a todos, que me suicidara con una cápsula de cianuro... pero se me cayó en medio del desorden.
Eso fue todo lo que necesitaba escuchar. Me erguí de inmediato, sabiendo lo que debía hacer. Pero antes de dar un paso, sentí que alguien me sujetaba de la mano.
Era Kiomi.
—?Qué vas a hacer? —su voz estaba cargada de preocupación.
No respondí, mi mente ya fija en lo que seguía. Intenté seguir adelante, pero ella no me soltaba.
—Te van a reconocer si vas así, no deberías da?ar tu imagen pública. —Sus palabras resonaron en mi mente, pero mi determinación era más fuerte que cualquier preocupación.
Entonces, como si todo encajara, vi al doctor con el que había hablado al inicio de la gala. Una idea se formó en mi mente, una estrategia que podría darnos la ventaja.
—Doctor. —Lo llamé con firmeza.
él me miró, sorprendido por mi tono.
—?Sí? ?En qué puedo ayudarle? —respondió, sin entender a qué me refería.
—?Recuerda la armadura de la que me habló? —le pregunté, mientras una chispa de estrategia se prendía en mis ojos.
El doctor no respondió de inmediato, pero su expresión cambió ligeramente.
A la medianoche, me encontré en frente de la embajada del EDI. Sabía que no debíamos confiar en ellos, y que todo esto era parte de un juego mucho más grande del que estábamos comenzando a ser conscientes. El atentado, la calma pública, todo parecía encajar en un rompecabezas oscuro que solo comenzaba a revelarse.
Me acerqué, escuchando la lluvia golpeando en el casco. Frente a la entrada, dos guardias me impidieron el paso, sus miradas frías e inquebrantables.
—??Quién eres?! ?Eh? ?Piérdete! —gritó uno de los guardias, su voz llena de arrogancia.
Sin decir palabra alguna, invoqué mi espada, pero no la que solía usar. No. Esta vez empu?aba la que me heredó Lucian. El acero brilló con un resplandor frío, reflejando la luz de la sala.
En un abrir y cerrar de ojos, los rebane por la mitad, los dos caían al suelo sin tener oportunidad de reaccionar. No se escuchó ni un grito. En un instante, todo lo que quedaba de ellos eran dos mitades inertes. No me detuve ni un segundo más. Entré sin pensarlo.
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Trabé la puerta con una frialdad implacable, utilizando un trozo de metal que doblé con mis manos. La cerré con un estruendoso golpe, asegurándome de que nadie pudiera salir. Sabía que esta era la única entrada, y la única salida. Ninguno de esos bastardos se iría con vida.
Al avanzar por el oscuro pasillo, me esperaban más soldados. Bueno, no eran soldados. Eran simplemente unos guardias, mal preparados y con armas en mano. Comenzaron a dispararme sin pensarlo.
Debo admitirlo: la armadura que me había sido dada era una obra maestra. Cada bala que se dirigía hacia mí rebotaba sin esfuerzo, como si nada pudiera atravesarla. La fuerza del impacto me empujaba ligeramente hacia atrás, pero no me detenía. Repelí las balas con facilidad, como si se tratara de mosquitos insignificantes.
Con cada paso, los deshice, no con agilidad, sino con una calma letal, aplastando cualquier resistencia, como si fueran simples hormigas. No perdí ni un segundo, y tras aniquilar a varios, llegué finalmente a la oficina del embajador.
Me encontré con un hombre arrogante, totalmente desconectado de la realidad. Estaba sentado, fumando un cigarrillo y bebiendo, como si nada estuviera ocurriendo fuera de su oficina.
Mi presencia, sin embargo, no pasó desapercibida. Cuando me acerqué, su expresión cambió a una de incomodidad. Pero no estaba asustado aún. Su mirada, fría y despectiva, me escaneó desde la cabeza hasta los pies.
—?Qué quieres? Largo de aquí, no tengo tiempo para perder… —dijo, con la voz cargada de desprecio.
La rabia se apoderó de mí en un segundo. Agarré su corbata con una fuerza brutal, tirando de ella hasta que su rostro estuvo a centímetros del mío. Sus ojos se abrieron en shock al notar el charco de sangre que había dejado en mi camino.
—Tú y yo vamos a hablar —gru?í, mi voz grave y cargada de veneno.
El hombre, ahora más consciente de la gravedad de la situación, intentó resistirse, pero el miedo empezaba a tomar control de él. Lo interrogué sin piedad, cada palabra que salía de su boca no era más que una declaración que se desmoronaba ante la furia contenida en mi mirada. Al principio, el tipo se negó a hablar, intentando mantener una fachada de superioridad, pero pronto se dio cuenta de que esa fachada era frágil.
Usé lo que tenía a mano para hacerle entender: que no había escapatoria. A base de "intimidación" y un par de "acciones", su resistencia se fue desmoronando.
—?Qué tipo de veneno es? —le pregunté, mi voz tan fría como el acero que llevaba en las manos.
—Uno que jamás se ha visto aquí, pero en el Imperio sí —respondió, con la voz temblorosa, ya sin orgullo.
—?Imperio? —repetí, casi sin creer lo que oía.
El hombre, desesperado por salvar lo poco que quedaba de su dignidad, trató de explicarse.
—Perdona, le decimos al EDI allá, por sus siglas: Estado Democrático Imperial.
Mi mente dio un giro al escuchar esas palabras. Todo encajaba ahora. El EDI...
—Continúa —le ordené, sin moverme, sabiendo que la información que tenía podría cambiar todo.
—El veneno es algo especial, creado por los mejores científicos. Fue hecho a partir de la sangre de nuestro gran líder, el comandante supremo, al que también llaman Führer —dijo, sin mirar siquiera a los ojos.
Mi paciencia se estaba agotando, pero la respuesta seguía siendo demasiado críptica.
—?Y qué con eso? —exigí, mi voz grave, como si cada palabra fuera una orden. —Dime, ?cuál es la cura?
él soltó una risa amarga, casi como si la situación fuera algo cómico.
—No hay cura —dijo, con una indiferencia desconcertante, como si lo dijera sin siquiera pensar. —O al menos, eso es lo que se cree.
La incredulidad me llenó.
—?A qué te refieres? —pregunté, mis ojos fijos en él, sin apartarlos ni un segundo.
—Nadie que haya sido envenenado ha sobrevivido —continuó, el miedo en sus ojos crecía al ver la rabia en los míos. —Tu hermana es una excepción, tal vez le dieron la dosis equivocada. Eso puede pasar. La dosis debe ser exacta para que funcione.
Mi respiración se volvió más pesada, y el odio me nublaba la vista.
—?Y a mí qué con eso? ?Dime cuál es la maldita cura! —exploté, acercándome, apretando los dientes con fuerza.
él parecía disfrutar de mi sufrimiento, o al menos se lo hacía parecer.
—Hay príncipe, no hay. ?Acaso no me escuchaste? —dijo, burlándose ahora, como si fuera un juego para él. —Aunque se rumorea que lo único que puede anular el veneno y servir como "cura" sería matando al Führer directamente.
El aire en la sala se volvió espeso. Mis ojos se entrecerraron, no por la sorpresa, sino por el desafío implícito en sus palabras. ?Matar al Führer? ?Eso es todo lo que quedaba?
él continuó, sin darse cuenta de que sus palabras estaban cavando su propia tumba.
—...Pero jamás podrás hacer eso —se rió entre dientes, su sonrisa cruel llena de confianza. —Más allá de esta galaxia, hay un territorio que jamás han explorado ustedes. Todo está controlado por el Imperio. Jamás lo lograrías, aunque quisieras.
Eso fue lo último que dijo.
Un silencio mortal se instaló entre nosotros. Todo en mi ser quería destruirlo, borrar esas palabras del universo. La rabia me consumía, más rápido que el veneno que había puesto en mi hermana.
—?Y bien, príncipe? —preguntó, desafiante, como si creyera que me había ganado. —?Hay algo más que quieras saber?
La rabia explotó dentro de mí, tan poderosa que ni siquiera pude controlar lo que sucedió a continuación.
—?Quién ordenó que envenenaran a mi hermana? —mi voz salió rasposa, cargada de furia.
Su rostro se iluminó de una manera grotesca, confiado aún, pensando que estaba fuera de mi alcance.
—Claramente fui yo —respondió con una sonrisa sádica. —?Qué vas a hacer, eh?
El miedo no fue lo que vi en su mirada, pero la certeza de que había cruzado una línea.
Me levanté con un golpe de furia, sin pensar en las consecuencias, solo en el dolor que me causó su respuesta.
Lo agarré de la cabeza con una mano, como si fuera una pelota de boliche, y lo arrastré hacia afuera.
—Espera... ?Qué vas a hacerme? —gritó, ahora claramente asustado, su tono de burla desapareciendo.
—?Espera! —intentó razonar, su voz débil, suplicante. —?Vamos a hablarlo! ???Te digo que esperes!!!
…
Nos quedamos esperando en la gala, el ambiente se había vuelto opresivo, denso como el humo de una hoguera. Kiomi dejó ir a todo el personal después de identificar al culpable, pero la sensación de inquietud persistía. Zein había salido corriendo, dejando tras de sí una estela de incertidumbre. Su interrogatorio había sido más que brusco, casi inhumano.
El aire estaba cargado de preguntas sin respuesta cuando Miguel llegó corriendo, el rostro empapado por la lluvia y la preocupación escrita en cada arruga.
—Lyra está... estable, a medias —dijo, sus palabras tropezando entre sí—. Ha entrado en un estado de coma por el veneno. Los doctores no saben si hay cura o cómo despertarla.
Un silencio se apoderó de nosotros. Cada segundo que pasaba sin saber qué hacer pesaba más que el anterior.
—Alexander se quedó en el hospital para cuidar de Lyra —continuó Miguel, tratando de sonar optimista—. Yo vine aquí tan rápido como pude.
Su mirada recorría la habitación, buscando desesperadamente a alguien que no estaba.
—?Dónde está Zein? —preguntó, la urgencia destellando en sus ojos.
—No sabemos —respondió Kiomi, su voz apenas un susurro—. Cuando traté de detenerlo, vi una mirada fría en su cara. —Su mano se apretaba contra su pecho, como si intentara contener el miedo que amenazaba con desbordarse—. Espero que no haga nada malo.
La incertidumbre nos asfixiaba. Era como si el aire se hubiera vuelto denso, difícil de respirar.
—Deberíamos ir a buscarlo —dijo Miguel, firme—. ?Alguna idea de dónde podría estar?
Mi mente comenzó a trabajar rápidamente, conectando puntos que apenas se delineaban en la oscuridad.
—El infiltrado dijo que sus órdenes venían de la embajada. Tal vez Zein esté allí.
Nuestras miradas se cruzaron, y sin necesidad de más palabras, sabíamos que no había tiempo que perder.
—Tenemos que ir, rápido —dijo Miguel, sus ojos llameaban con una determinación feroz—. Naoko, Kiomi.
—Vamos —respondimos al unísono, sintiendo cómo la gravedad de la situación se cernía sobre nosotros.
Corrimos hacia la embajada, nuestras pisadas amortiguadas por la lluvia que caía implacable. El agua fría se mezclaba con el calor ardiente de nuestra preocupación, intensificando cada paso que dábamos.
Siempre había pensado que la lluvia era un mal presagio, y esta vez, mis peores temores parecían confirmarse.
A medida que nos acercábamos, un olor acre comenzó a llenar el aire, una mezcla de humo y algo más oscuro, más siniestro. La luz del fuego cortaba la negrura de la noche, un resplandor infernal que nos atraía como polillas a la llama.
Cuando finalmente llegamos, nos encontramos con una multitud inquieta y barreras policiales. Bomberos y policías se agrupaban como sombras en la noche, sus rostros indescifrables bajo la luz oscilante del fuego.
—?Por qué no están haciendo nada? —pregunté, la ira y la desesperación mezclándose en mi voz.
Miguel tomó la delantera, mostrando su identificación y logrando que nos dejaran pasar.
Lo que vimos al cruzar las barreras fue un espectáculo dantesco.
La embajada estaba envuelta en llamas que no parecían naturales, como si el mismísimo infierno hubiera sido liberado dentro de sus muros. Las llamas se retorcían y consumían el edificio con una voracidad que no había visto antes.
Cada chispa, cada fragmento de estructura que se desmoronaba, sentía como un latido del corazón de la tragedia que se desarrollaba ante nosotros.
En el techo, apenas a unos metros de nosotros, había alguien.
A primera vista, parecía crucificado, pero algo estaba mal. No era una ejecución planificada, sino un acto improvisado, cruel. Mis ojos se abrieron con horror al ver más de cerca la escena.
Me quedé sin palabras.
El cuerpo de la víctima tenía un orificio en el estómago. No era un simple agujero que lo atravesaba de lado a lado. Era un corte meticuloso, preciso, como el de una disección. Las entra?as colgaban fuera de su cuerpo, enredándose en el tubo de metal que lo sostenía, como si fueran cuerdas macabras que lo mantenían en su lugar.
Y lo peor de todo… seguía vivo.
Gritaba.
Un sonido rasgado, inhumano, que helaba la sangre.
Las cuencas de sus ojos estaban salidas, como si su propio sufrimiento hubiera tratado de arrancárselos. Su piel estaba marcada con múltiples heridas, cicatrices frescas que hablaban de una tortura metódica.
El horror me invadió por completo. Sentí náuseas, el estómago se me revolvía con violencia.
Iba a correr para bajarlo. Por piedad, por instinto, por hacer algo ante la monstruosidad frente a mí.
Pero entonces apareció.
Zein.
Emergió de las llamas como una criatura del mismísimo infierno. El fuego lo rodeaba, devoraba el edificio tras él, pero su silueta permanecía imperturbable, oscura, inquebrantable.
Era como aquel sue?o.
El que me había atormentado todo un a?o tras vencer a Sora. Zein envuelto en llamas, caminando entre la destrucción como si perteneciera a ella.
Y no venía solo.
En su mano sostenía a un hombre.
Un guardia, parecía. Lo sujetaba de la cabeza, con un agarre frío y calculado.
Zein no parecía Zein.
Su armadura estaba te?ida de sangre, como si se hubiera sumergido en ella. Pero no era la armadura que siempre llevaba, ni siquiera su casco era el mismo.
El hombre que tenía en sus manos todavía respiraba. Su piel estaba carbonizada, su cuerpo lleno de quemaduras. No tenía fuerzas para gritar, solo para suplicar.
Zein lo lanzó al suelo sin cuidado, como si fuera un objeto roto.
El guardia intentó arrastrarse lejos de él. Con lo poco de vida que le quedaba, balbuceaba súplicas desesperadas, temblando, tratando de alejarse de su destino.
Pero Zein no lo escuchó.
Ni siquiera se inclinó.
Con un solo movimiento, levantó su pie y lo aplastó.
El sonido del cráneo al romperse me hizo contener el vómito. La sangre se esparció por el suelo como una sombra líquida.
Esperaba que la multitud reaccionara con horror. Que alguien gritara. Que corrieran.
Pero no.
No estaban asustados.
Estaban felices.
—?Viva! ?Mátenlos a todos! ?Que ardan esos malditos!
La gente vitoreaba.
Lo llamaban "La Parca".
Me tapé la boca con ambas manos. No podía respirar, no podía soportarlo. Caí de rodillas, sintiéndome débil, mareada, como si el mundo entero se hubiera vuelto irreal.
Miguel y Kiomi reaccionaron antes que yo. Se acercaron a Zein.
Kiomi lo miraba con preocupación. Miguel, con furia.
—?Quién es él? —rugió Miguel, se?alando al hombre crucificado—. ?Y por qué lo tienes ahí colgado?
Zein no respondió.
Solo nos miró en silencio.
—?Debo asumir que es el embajador? —Miguel rompió el silencio, su voz cargada de incredulidad y rabia.
Zein no respondió.
Su mirada era opaca, distante, como si estuviera en otro mundo, en un estado donde la razón ya no importaba.
—?Por qué? —preguntó Kiomi, su tono reflejaba algo más que preocupación. Era miedo.
El silencio se volvió insoportable.
Entonces, Zein estalló.
De un movimiento brusco, agarró los hombros de Kiomi con fuerza.
Demasiada fuerza.
La empujó hacia atrás, apretándola tanto que su expresión se torció de dolor. Kiomi jadeó, asustada. Yo también lo estaba. Nunca lo había visto así.
—??Por qué?! —su voz tronó con rabia contenida, con una furia que parecía haber sido reprimida por demasiado tiempo—. ??No lo ves, Kiomi?! ?Todo el da?o que nos han hecho! ?Esto es lo mínimo que se merecen!
—No es así…
Miguel no dudó. Intervino en un segundo.
De un tirón, apartó a Zein de Kiomi. Lo sujetó con ambas manos, agarrando su armadura como si fuera una simple camisa y lo atrajo hacia sí con fuerza.
—Nosotros no trabajamos así. —Su voz era un gru?ido bajo, una advertencia—. No te conviertas en ellos.
—?Y qué si lo hago?
Miguel apretó la mandíbula.
—Maldito.
Ambos se quedaron en silencio. Un duelo de miradas, de emociones contenidas, de todo lo que no podían decir con palabras.
Lo único que rompía el silencio eran los gritos del embajador.
Gritos de dolor constante.
Zein apartó las manos de Miguel con un movimiento brusco. Dio media vuelta sin decir nada y comenzó a alejarse.
—??Te vas a ir así sin más?! —Miguel lo llamó, su voz cargada de frustración.
Zein no se detuvo.
Ni siquiera lo miró.
Siguió caminando. Hacia nosotros.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, su mirada se clavó en la mía.
Temblé.
No podía moverme.
Por primera vez, le tuve miedo.
No dijo nada. Solo siguió caminando.
Desapareció en la oscuridad de la noche.
Los gritos no cesaron.
Y aquella noche, la sociedad no vio a un monstruo.
Vio un héroe.
Vio una Parca.